Una investigación demuestra que vivir situaciones traumáticas en la
infancia cambia la fisiología del cerebro y predispone a conductas violentas.
Traumas
en la niñez cambian cerebro y predisponen a una personalidad impulsiva
El
cerebro queda programado para no activar zonas que inhiben violencia y
sobreactivar la de los impulsos.
por
Cristina Espinoza
Los
golpes reiterados, el abuso, la violencia sicológica, el abandono o la muerte
de un ser querido tienen una cosa en común: producen miedo en los niños.
Cuando
esas situaciones se repiten, pueden transformarse en traumas, los que han sido
vinculados con la agresividad en la adultez.
De
hecho, no son pocos los casos de personas violentas que tienen antecedentes de
infancias adversas. Sin embargo, ningún estudio había podido encontrar un
vínculo neurológico directo, hasta ahora.
Una
investigación de la Escuela Politécnica Federal de Lausanne (EPFL), en Suiza,
demostró que el trauma en la infancia no sólo produce sufrimiento sicológico,
sino que provoca cambios a nivel cerebral, los que están relacionados con la
conducta agresiva impulsiva en el futuro.
El
estudio, realizado en ratas y comparado con resultados previos en humanos,
muestra diferencias en la estructura y funcionamiento del cerebro de quienes
vivieron un trauma en la niñez y quienes no.
Al
enfrentarse a situaciones estresantes, una persona que ha tenido una infancia
normal reacciona activando en su cerebro la corteza orbitofrontal, encargada de
inhibir las reacciones agresivas. Pero en las pruebas en animales, los expertos
vieron que en aquellos que habían sido expuestos a situaciones traumáticas, esa
zona casi no funcionaba.
En
cambio, la amígdala, vinculada a las reacciones emocionales y más impulsivas,
se sobreactivaba. Luego, los expertos compararon sus resultados con escáneres
de personas adultas con rasgos agresivos: ambas zonas cerebrales funcionaban
igual que las de las ratas.
“No
esperábamos encontrar este nivel de similitud”, dijo Carmen Sandi, líder del
Laboratorio de Comportamiento Genético de la EPFL.
Sandi
explicó a La Tercera que los resultados de su estudio “demuestran que la exposición
al estrés durante los primeros años de vida conduce a un aumento de los
comportamientos agresivos y también a alteraciones en la actividad cerebral”, y
que esos cambios en este órgano “ya se ven en la adolescencia, según nuestros
estudios en curso”, dice.
Huellas
en el cerebro
Este
trabajo no sólo es el primero en vincular biológicamente el trauma infantil con
la conducta agresiva en la adultez. También es el primero en mostrar una
programación epigenética a largo plazo.
Esto
quiere decir que un factor medioambiental, como el estrés intenso en la niñez,
es capaz de alterar genes y programar el cerebro de un individuo para
predisponerlo a una mayor impulsividad en su etapa adulta.
Para
probarlo, los expertos, además, analizaron qué pasaba con el gen llamado MAOA,
asociado a la agresión patológica. “Lo que mostramos en nuestro estudio es que,
independientemente de los antecedentes genéticos de un individuo, un trauma en
la vida temprana puede por sí solo afectar los niveles de expresión de esta molécula
en el cerebro”.
De
hecho, las ratas sometidas a estrés vieron alterada la expresión del gen, el
cual aumentó en la corteza prefrontal. Los investigadores probaron que un
tratamiento farmacológico podría ayudar.
Se
trata de un inhibidor del gen MAOA, en este caso un antidepresivo, que revirtió
el aumento de la agresividad, por lo que el equipo explorará nuevos
tratamientos para revertir los cambios físicos en el cerebro.
“Pese
a eso, creemos que, de todas formas, cualquier tratamiento farmacológico dado a
los seres humanos necesita ser combinado con una terapia cognitiva adecuada. En
nuestra opinión, estos fármacos podrían ser capaces de abrir oportunidades para
el aprendizaje y la plasticidad en el cerebro y, por lo tanto, volver a
programar los comportamientos (y las funciones cerebrales) que fueron dañados
por la exposición temprana al trauma”.
Fuente:
Escuela Politécnica Federal de Lausana, Suiza